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“Spinoza abría a las ciencias y a la
filosofía un nuevo camino: ni siquiera sabemos lo que puede un cuerpo,
decía; hablamos de la conciencia, y del espíritu, charlamos sobre todo esto,
pero no sabemos de qué es capaz un cuerpo, ni cuáles son sus fuerzas ni qué
preparan. Nietzsche sabe que ha llegado la hora” Deleuze: Nietzsche y la filosofía.
Los lugares
comunes tienen la virtud de orientar nuestra mirada y, de ese modo, nuestra
forma de concebir y entender las cosas. Pero lo que a veces puede ser de ayuda,
en otras ocasiones sirve más para ocultar que para enseñar. Así ocurre con las
grandes clasificaciones que se hacen en la historia de la filosofía, especialmente
cuando esta clasificación se hace al margen de la historia, esto es, al margen
de la consideración del propio discurso filosófico como producto de la
historia, de una historia concreta. Es normal por tanto que nos resulte difícil
imaginar incluso alguna relación entre el racionalista Spinoza que comenzaba su
filosofía con el Deus sive Natura y
el irracionalista Nietzsche cuya filosofía comienza con la “muerte de Dios”.
Sin
duda Nietzsche nos empuja en esa dirección cuando practica la filosofía a su
modo, esto es, cuando “filosofa a martillazos”. Entonces no reconoce sino a
enemigos; y, sin embargo, en el sosiego, debe reconocer a quien le ha precedido
en su aventura, Spinoza:
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Mi
soledad es ahora al menos una soledad a dúo.
Nietzsche (Carta a Franz Overbeck, del 30 de julio de 1881)
Relación extraordinariamente productiva sobre la que
llamó la atención G. Deleuze que pone además de manifiesto la inspiración
spinoziana, incluso, del que constituye el concepto central de la filosofía de
Nietzsche: la voluntad de poder.
Si seguimos la reflexión que hace Nietzsche sobre
Spinoza, aparece como primer punto de cercanía la negación del libre albedrío.
Son conocidas las tesis del filósofo judío acerca del tema:
“los
hombres se equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de
que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las
determinan. Y, por tanto, su idea de «libertad» se reduce al desconocimiento de
las causas de sus acciones, pues todo eso que dicen de que las acciones humanas
dependen de la voluntad son palabras, sin idea alguna que les corresponda”
(Spinoza. Ética)
Spinoza sería por ello denunciado, repudiado... (se
cuenta que el rabino de Amsterdam mandó escribir el epitafio “Aquí yace
Spinoza, escupid sobre su tumba”). El adjetivo spinozista fue utilizado en los
siglos XVII y XVIII como sinónimo de inmoral, como ejemplo de perversión; pues,
como más tarde haría Nietzsche, Spinoza criticó la pretendida existencia del
bien y del mal, la existencia de valores trascendentes más allá de la libre
determinación del individuo.
Y es que este materialismo spinoziano que denuncia
la existencia de la libertad apunta al mismo blanco al que dirige sus baterías
Nietzsche: el orden moral. Warren Montang lo observó sagazmente:
Anticipándose
a Nietzsche, Spinoza argumenta que se nos declara
libres y responsables de nuestros actos con el fin, precisamente, de poder ser
condenados por no hacer lo que deberíamos haber hecho y por no sentir y pensar
de un modo distinto al que realmente sentimos y pensamos. Somos, entonces,
declarados la causa única de nuestras acciones que no pueden tener otro origen
que nuestra irreductible voluntad libre, y, consecuentemente, somos imputados
responsables por ellas, esto es, declarados culpables de manera inevitable y,
por tanto, merecedores del castigo que, con toda seguridad, les seguirá: toda
una tradición que incluye tanto la doctrina del pecado original como los
principios utilitaristas de incentivos y disuasión, se convierte en no otra
cosa que una “metafísica del verdugo”.
“Metafísica del verdugo”, esto es, metafísica de
aquel que mata, que asesina, que desprecia la vida.
La ética spinoziana no deja lugar a dudas: no existe
valor moral alguno por encima de la determinación del individuo. El profundo
subjetivismo moral del que Spinoza hace gala, une a ambos filósofos:
“no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos
algo porque lo juzgamos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es
bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (Spinoza: Ética)
Estamos más allá del Bien y del Mal, que no existen,
apenas existe lo bueno o lo malo para mí; pero ¿qué determina entonces la bondad
o maldad de nuestras acciones?
Que acreciente nuestra voluntad de poder, dirá
Nietzsche; que aumente nuestra potencia, sostendrá Spinoza.
En la filosofía de Spinoza, todo ser tiene una
característica esencial que lo define: el conatus, esto es, la tendencia de
todo ser a perseverar en su ser. Tendencia natural que va acompañada de la
potencia como aquello que garantiza justamente tu perseverar. La ética
spinoziana es en este sentido extraordinariamente productiva, pues se apoya en
la tendencia natural que tiene todo ser a aumentar su potencia o, lo que es lo mismo,
en aumentar su capacidad de ser, de actuar, de hacer. Y es éste el único
criterio válido para caracterizar lo bueno y lo malo.
¿Cómo no ver entonces aquí la voluntad de poder?
Y no se trata de mero paralelismo conceptual.
La
filosofía de Nietzsche es, ante todo, una filosofía para la vida, una vida que
no es, sino que deviene, experimenta, siente; una vida que, ante todo, exige la
mediación del cuerpo. He aquí el punto común de partida.
Cuando
Nietzshe habla de los filósofos-momia, cuando denuncia la ecuación asumida como
axioma por prácticamente toda la filosofía de que Conocimiento = Virtud, Nietzsche
identifica la decadencia y el desprecio a la vida en un punto muy concreto: la
actitud ante las pasiones.
Pocos
autores han sostenido como Nietzsche y Spinoza el carácter natural de las
mismas; pocos han denunciado así el intento de aniquilarlas, ese “castradismo”
del que hablara Nietzsche que se iniciaba en la filosofía con “la poda y
extirpación de esa especie de excrecencias plúmbeas” que exigía Platón en la República y que asumiría por entero el
cristianismo.
Pero
ninguno de los dos, ni Spinoza ni Nietzsche, han proclamado que toda
manifestación de las pasiones fuera buena, esto es, que fortalezca
necesariamente al individuo, que aumente su potencia de hacer o de actuar.
Sorprendentemente, ambos autores reconocen que esas pasiones pueden actuar en
un sentido positivo o negativo, pueden servir como reafirmación de la vida o,
por el contrario, como vía hacia la muerte.
Utilizan
términos distintos, sí. Nietzsche habla de dos etapas en el desarrollo de las
pasiones: habla de una primera etapa en la que las pasiones son nefastas, nos
dominan y, de ese modo, provocan una disminución de nuestra voluntad de poder.
Frente a esto, Nietzsche descubre que las pasiones pueden ser
“espiritualizadas” y, al hacerlo, al dominar nosotros las pasiones, somos
capaces de utilizarlas como afirmación de la vida, como verdadera autoafirmación
de nuestra voluntad de poder.
Spinoza
utiliza los términos “pasiones tristes” y “pasiones alegres”: Apuntan sin
embargo al mismo lugar: las pasiones tristes nos debilitan, disminuyen nuestra
potencia; se trata por tanto de transformarlas en pasiones alegres que nos
fortalezcan.
Apenas
un trío de apóstoles materialistas han llevado tan lejos esta empresa crítica
que, para algunos, caracteriza a la filosofía:
– Lucrecio, ese
solitario defensor de Epicuro, que denunciaba la turbación del alma y a quienes
necesitan de esa turbación para asentar su poder;
– Spinoza, ese filósofo
anómalo que denunciaba la tristeza y a quienes necesitan de esa tristeza para,
también, asentar su poder;
– Nietzsche, el
inmoralista que denuncia el resentimiento y la mala conciencia y a los que
necesitan de éstos (resentimiento y mala conciencia) para, nuevamente, asentar
su poder.
Reconozcamos sin
embargo que la forma en la que esta crítica se desarrolla es diferente por
cuanto la apuesta spinoziana apunta aquí a las nociones comunes que posibilitan
la comunión de los cuerpos y, por ende, a la acción colectiva, a la multitud, a
la política, a la democracia, tan caras al pensamiento nietzscheano.
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